A pesar de lo que ha evolucionado mi escritura poética desde El pan más necesario (1994) hasta el presente, la poesía ha sido siempre para mí una urgente necesidad vital: un modo de iluminar las zonas más oscuras de mi vida cotidiana y del Universo; una manera de encontrar respuesta, más o menos provisional, a las preguntas que no podría resolver por ningún otro camino, y en las que me va la vida. En efecto, esas preguntas tratan del sentido de por qué estoy en el mundo y hago esto mismo que estoy haciendo aquí y ahora.

Por eso la poesía sigue siendo para mí una forma privilegiada de conocimiento. Empezar a escribir un poema es meterme en un túnel desconocido que me conduce, inevitablemente, al lugar más insospechado. Cuando salgo por ese sitio nuevo, todo me parece diferente y yo mismo ya soy otro. El poema es imprevisible y yo soy el primer asombrado.

Creo que en nuestro mundo, tan planificado y complejo a la vez, la poesía también nos permite ver con ojos nuevos, mucho más puros que los de costumbre, las cosas normales y corrientes de cada día. Y ver qué relación tan secreta y estrecha guardan todas esas cosas menudas con nuestro origen y nuestro destino trascendente, con el destino misterioso que Dios les ha asignado, muchas veces sin consultarlo antes con nosotros. La mesa o el armario de mi cuarto, el coche de mi sobrina, la línea 2 del Metro de Madrid, un vuelo en Iberia desde o hacia mi isla natal; por no decir nada de mis paseos por la Rambla o por la avenida marítima de mi Santa Cruz de Tenerife… Todas esas cosas pueden convertirse en protagonistas o en escenarios de una aventura misteriosa que los hace para siempre más amables, hasta que llego a tomarles un cariño inmenso. Por no decir nada de las muchas personas que, gracias a Dios, tengo alrededor todos los días. Y, entre ellos, mis pacientes alumnos.

    La poesía para mí es un respiradero desde la tierra — desde mi tierra — hasta el cielo más alto.